Los silencios de la memoria



Adán Echeverría ©





“Uno se engaña creyendo que al observar la vida nada se invierte; eso también es mentira, nada es gratuito, la simple mirada tiene un costo”, escribe Rafael Ramírez Heredia en uno de los nueve cuentos incluidos en el libro Otra vez el Santo. El autor somete a nuestras percepciones la oportunidad de los recuerdos, de sentirnos parte de las narraciones, mirar de nuevo el mundo con los ojos prístinos, mirada eterna hacia los adentros. Detener la marcha para ver el camino que se ha recorrido, las noches y sus luces, parpadeos de luz a través de la memoria.

Y es que en las historias pasadas está la vida. Nos hemos hecho de esa materia que es el tiempo, y los recuerdos de una adolescencia, pubertad, el inicio de la adultez, esa época en que somos mayores para juzgar a los padres, para irradiar los deseos por la mujer (por el hombre acaso), pero aún no podemos valernos por nosotros (trabajos de medio tiempo, estudios truncados), y confiamos en los amigos, en la educación callejera de los golpes, miedos y triunfos, retos y camaradería hipócrita.

Esa época de la vida en la cual existen ocasiones en que podemos gritar: ¡Soy el rey del mundo!, y sentir que lo podemos todo y lo podemos todo, como diría el poeta. La juventud de impulsos implacables.

Esas memorias son las que vienen a visitarnos mientras leemos Otra vez el santo, colección de cuentos que nos involucra (quizá por el uso de la primera persona) en las historias que Rafael nos expone: un niño mirando de lejos a su padre sin reconocer los ademanes de antaño, de hombre bueno, como si lo mirara por vez primera, como si la noche hubiera cubierto su rostro y aquel héroe ahora le pusiera una última prueba para entender el camino propio, el camino que abre su boca e invita a entrar, y el padre mirando sus pasos; esa nuestra iniciación hacia los conflictos de los que no solíamos percatarnos.

Conmovedora historia donde podemos sentir a cada letra las emociones infantiles que nos indican que no todo será jugar a partir de este momento, que ya no podemos seguir refugiándonos en la falda de mamá mientras papá se va al trabajo, porque por nuestros ojos entran las imágenes que hay que aprender a valorar, y ahí surge ya el adentrarse a la sociedad (esa materia tan insulsa) hacia la vida, que difícilmente podrá abandonar nuestra mente ahora.

La inocencia primera a la que con dificultad regresaremos, inocencia dejada en los estudios, en el saber que se necesita tener la panza llena para luego poder pensar en la creación, que para llenarla habrá que trabajar y ganar dinero, que el dinero no vale ya en este país, que no queda más que mirar la tranza y la sobrevivencia del más fuerte, y luchar por los valores propios, por ser pobre y honesto, rico cabrón, pobre y pendejo, o inteligentemente rico, hasta olvidar esas emociones de acercarse por vez primera a una amiga o amigo y sentir la emoción del deseo, irse de juerga con los cuates con la poca lana que nos dan de gastada, tiempos jóvenes con la inexperiencia marcada en el acné, en el dibujo apenas del bigote.

En todo esto pienso al leer y releer Otra vez el santo, las historias de una juventud que pudieran ser las historias de todos. La jocosidad, el drama, el miedo o el suspenso, todo con la mirada en el tiempo, detenida allá por algún incidente que nos demuestra porqué contarse, porque tener que leerlas.

Todo esto se puede leer entre las líneas de estas nueve historias, o muchas otras, de acuerdo con las vivencias de cada lector. Y ya no hablarse de los logros literarios de Rafael, de ese vértigo de frases cortas, de esa capacidad de atrapar la mente con el ritmo de una voz madura.

Ese descubrir por las tonalidades, la voz natural de un narrador comprometido con su obra, comprometido con el lector a entregar lo máximo de la estructura, irse para adelante, el recurso del flashback que despunta en cada olor, en cada gesto de los personajes, en la melodía de una canción, introducir a los personajes colgados de la historia, elevarnos hasta la ficción y la sorpresa, dominio del lenguaje literario, de la metáfora y el juego de palabras, de recrear los ambientes, mostrar los ademanes, los silencios. Eso nos hace leer esta colección de cuentos, y es el mismo autor quien lo ha dicho antes: la realidad es una, y la realidad literaria siempre será otra.

No se trata de contar recuerdos de juventud, sino reunir las vivencias y crear historias de sentimientos, sensaciones, aventuras, fantasías, puritito poder de la palabra, con las consecuencias que trae la literatura a nuestros ojos, a nuestros paradigmas.

Por eso podemos sentirnos dentro de las historias que hoy se nos entregan, y al mismo tiempo podemos sorprendernos y entender lo literario de las mismas.

Ir a una kermés pudiera ser un lugar común en todas nuestras vidas, hemos ido y sentido el cosquilleo de mirar a las niñas pasar caminando en grupitos, y nosotros ya listos para la cacería, allá inventando historias que resalten aquel machismo ya tan vilipendiado, pero siempre recurrente.

Pero ese que puede ser lugar común para todos, se hace literario cuando la historia es contada por alguien que sabe, que tiene los motivos y la experiencia para atraparnos, y mostrar el lado artístico de crear un texto: usar el lenguaje: “Sí, mi amigo, la vida es muy azarosa y uno es navío en aguas bravas, la oscuridad de los divorcios cuesta, quien no lo crea que los nostalgie, como yo, al seguir pensando que lo mejor hubiera sido festinar esto en la oscuridad de un calabozo…”

El uso del lenguaje nos permitirá no solo conocer las historias; un escritor, que se precie de serlo, no solo cuenta historias, construye obras literarias, y acá Rafael construye y enseña, cuenta y recuerda y recordando nos lleva al viaje de nuestras propias vidas, de nuestra pubertad, adolescencia y primera adultez.

Caminar hacia el burdel con el corazón retumbando es caminar hacia la vida, mirar los ademanes no conocidos de papá es madurar, lograr escapar de situaciones comprometedoras es aprender a sobrevivir, desesperarse ante el acoso de una mujer mayor es vivir en carne propia el despertar puntilloso de los cerebros hacia las posibilidades de la traición o de la curiosa y obsoleta fidelidad.

Rafael lo sabe, conoce el pensamiento humano, ha vivido y puede contar, puede enseñarnos la mirada aviesa del conocimiento narrativo, y ya el lector acucioso sabrá descubrir las estructuras que el autor domina e inserta dentro de su trabajo con el único afán de que el lector no abandoné la lectura, y en verdad, que el libro se puede leer sin despegar la mirada.



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