CHIQUITA

Por: Ileana Garma Estrella. ®







Puede ser que escribir sea un consuelo, una casa en donde el escritor se esconde del mundo. No obstante hace un mundo, hace tan en serio un mundo, que después también tiene que escapar de él, porque como dios, no puede más que llenarse de tristeza por sus creaciones y si no puede alejarse, entonces terminará mandando rayos y causando diluvios, es decir, acabará con la vida de sus personajes.

Un libro, cuando se escribe y cuando se lee, se comienza con la inquietud propia de la exploración y el anhelo de descubrir. Un mal libro es aquel que no puede enseñarle nada al propio creador, ya no digamos al lector. Un mal libro es aquel que se detiene donde comenzó, porque no arrastró al escritor al otro mundo, o propiamente, a su mundo, sino que lo dejó en la llana realidad, en la superficie. Este no es el caso de Chiquita(*) , que aunque muy amena y ligera, encierra una simbología precisa y declarativa. Despliega en el viaje de la heroína, una serie de símbolos que acusan y combaten la caótica realidad del mundo.

Una vertiginosa historia en donde Cuba resplandece con los quinqués de finales del XIX; el racismo se da de topes con las débiles bardas que protegen a las viejas familias criollas y toda su gente busca un lugar desde dónde actuar o mirar la lucha por la independencia.

Chiquita proviene de una de estas familias acomodadas; de una joven y saludable pareja que recibe desconcertada a una muy pequeña niña y que, después de haber intentado hasta la brujería para que su hija creciera, deciden amarla con sus 27 definitivas pulgadas. Así es, Espiridiona Cenda del Castillo fue una niña que avanzó entre las paredes, las escaleras, las faldas y el piano de su casa, cobijada con el feroz amor de sus padres y hermanos.

A los veintiséis años ya había sobrevivido a la dislocación familiar, los duelos y la bancarrota, así que decide aventurarse a ser una artista, tomar las riendas de su futuro, su cuerpo, su pasado, y avanza en medio de las desconcertantes luces de una nación desconocida (EUA) para quererse a sí misma, para irradiar.

Hablo de símbolos, no porque Chiquita represente a Cuba y la indiscutible posibilidad de que las pequeñas naciones se gobiernen por sí mismas y por sí mismas irradien libertad, sino porque en esta novela podemos observar parte de las diversas guerras de principios del veinte, y no en el campo de batalla, sino por medio de los artistas emigrantes que iban de un lado a otro en el mundo, con un pasado de violaciones y árboles en el amanecer, con vestidos y joyas que hablaban de su tierra pero tomando también toda cosa que su irrefrenable hastío les dictara, simbolizando así los atracos constantes de un país a otro, de una persona a otra, de un hermano a otro; el irrefrenable avance de la modernidad.

Hacer un libro y tomar un libro es una sacudida, es permanecer en el corto circuito, en la imposibilidad de dormir. Ya jamás se podrá dormir después de haber conocido un buen libro, porque éste despierta a la gente que lo ha tomado en sus manos. Un buen escritor penetra en las venas de quién lo conoce, se remueve dentro de ellas como un renacuajo en un pantano, como una lagartija venenosa que se dirige al corazón. Nada es como debiera de ser. Y todas las puertas que conocíamos, de pronto sólo son una serie de burdas pinturas sobre la piedra, que comienzan a despintarse. El lector, el buen lector, el contemplador, tiene ahora que ponerse a cavar en la roca viva.

Chiquita es una novela a la que se entra llamado por la curiosidad, y por qué no decirlo; por el morbo. Uno va en el tranvía de esta novela, despojado en un segundo momento del morbo, para compartir con ella los miedos y los deseos, el llamado a la aventura, lo sobrenatural. El mundo del personaje pareciera un mundo conocido, porque está sustentado en datos reportados, pero acompañando a los personajes, los vemos de otra manera, encontramos los claroscuros, los combatimos.

Uno renuncia al mundo, sólo cuando puede sostenerse en la verdad del mundo, la verdad de la creación del mundo. La renuncia al mundo es más que nada, la renuncia a la mediocridad y el acceso a la lucha constante entre lo que nos atrapa y nos libera, todo esto para conducirnos a la búsqueda de la verdad de las cosas. El libro siempre es un oráculo para el artista y el mundo y, revela lo que es el artista, y el mundo. Si debemos abandonar al mundo, es para encontrar la verdad, y cuando hallamos llegado a ella, habremos regresado al mundo, en verdad. “Pero ¡ay del que, vive para lo exterior [...] y no renuncia y no muere; pero porque todavía no nace o renace!” (**)




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[*] Chiquita. Antonio Orlando Rodríguez. Premio Alfaguara 2008.

[**] José Vasconselos. Libros que leo sentado y libros que leo de pie.
El Ensayo Mexicano Moderno I. FCE. 2001.


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