Ciudades y libros

Ileana Garma. ©




Mérida, o la ciudad blanca, o la ciudad astillada por el sol, es el sitio donde te desvaneces mil tardes y le tienes miedo al medio día; tomas botellas y botellas de agua que se desparraman a través de los poros, sobre el espejo, sobre las paredes, en ventanas que abres para comprobar que no estás en el infierno ni pagando pecados, frente a terrazas que te aseguran que sí, que estás condenando.

El sol es una culebra que inyecta su veneno a todos los transeúntes; la gente se detiene en las esquinas para secarse el sudor con la mano, no pueden ver más allá de sus pies porque la luz da latigazos que les hacen recordar que están solos y tienen que caminar con la cabeza agachada. La gente avanza con ropas coloridas-descoloridas, deja su sal en los asientos del camión, bebe agua y siempre la temperatura les come las amígdalas, la espalda, la frente y, a cada instante, el calor les recuerda que tienen que huir hacia la oscuridad, hacia las viviendas espesas que se achican y gotean debajo de la mano demoledora de un rey implacable.

¿Cómo entonces salir a jugar y correr y agitar las manos? No, yo prefería resguardarme bajo techos altos, entre mapas, anaqueles de libros, y palabras como una ola sobre el pecho.

No necesitaba más que tomar un libro, acomodarme en el sillón, subir los pies, tener cerca una jarra de agua fresca, y era entonces, sólo entonces, cuando comenzaba la aventura. ¿Para qué sudar con los demás chicos, tras una pelota, jugando dieciocho, pesca-pesca o escondidillas? Yo prefería viajar con Sandokan para rescatar a su padre y a la perla de Labuan, temer que lo capturaran en la jungla, escapar a su lado, ocultarlo del peligro. A veces, en ese instante que hay entre una página y otra, miraba con el rabillo del ojo las estanterías repletas de personajes y, como Bastián, de La historia interminable, me preguntaba qué estarían haciendo todos ellos mientras nadie los leía, me preguntaba también que si no fuera yo quién tomaba el libro, sino otro chico y así, ¿le contarían la misma historia que para mí estaban representando?

Levantaba la vista y afuera, la ciudad como en estado de sitio a causa del calor…

Hay personas que adoran los deportes extremos, que comprenden que la vida no es más que un instante, aunque no te incendies, terminarás por ser ceniza, polvo del polvo. Estas personas emprenden a veces largas travesías por lugares desconocidos, atraviesan desiertos, se sumergen en las cuevas nocturnas de los océanos, vuelan sobre la cordillera, bajan a toda velocidad por montañas nevadas y son picados por serpientes venenosas, aman la vida, son eróticos, nunca se suicidarán.

Y todas estas vidas, también las vive el que lee, y se hace más viejo con cada lectura; a veces mata, engaña, mutila, esconde, escapa, se pierde y llora, otras veces conoce mujeres hermosas de belleza intocable, sutiles o exóticas como Niobe de El tambor de hojalata o como la Julie Vairon que nos describe Doris Lessing. El que lee viaja todo el tiempo y llega a la campiña francesa, a la playa de Pavese, a la India de Naipaul, a la guerra de Mouawad, de Hemingway, de Robert Graves, al Castillo de Bomarzo, a miles de castillos o ese cuarto enfermo donde Raskolnikov no puede más. Y para todos los personajes hablan, según la propia capacidad del lector, porque leer no es acto pasivo, tiene que ver con nuestra propia historia, las experiencias que nos han hecho hablar de la manera en que hablamos, los hábitos que nos sujetan al café de las seis de la mañana, al cigarrillo de la tarde, a la telenovela de las nueve. Y de cada historia, idéntica en apariencia para todos, el lector obtiene una propia, única, personal, significativa, donde sus propias historias de amor y desamor, sus propias aventuras o desastres, se hermanan a los que el personaje está viviendo en ese instante, y el libro surge como un espejo.

Leer en esta ciudad, es una de las mejores maneras de divertirse, no se gasta corriente, no hay que pagar ninguna entrada, avanzar en el tráfico o tomar un camión, no se necesita ropa especial, equipo profesional, goggles, no hay que ahorrar durante meses y lo mejor, es que no terminarás sudando, maldiciendo al sol o al calor. No requieres ni siquiera de un sillón de piel con almohaditas, puedes leer sobre la cama, en la hamaca, en la alfombra, sobre las baldosas, en una mecedora, en el baño o incluso de pie; es por eso que no entiendo a la gente que se aburre viviendo en la ciudad blanca.



Texto: Muro personal de Ileana Garma en Facebook. Fotografía: Lorena Escamilla.

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