El contraste entre los libros que más se venden y la estética ha existido en todas las épocas.
“El Código Da Vinci”, del estadounidense Dan Brown, y la saga de Harry Potter iniciada en 1997, de la británica J. K. Rowling, han sido ampliamente denostados por algunos críticos literarios que consideran estos productos como artificiosos y faltos de calidad. La realidad, sin embargo, ha discurrido por otros cauces bien distintos y estos autores anglosajones es probable que se hayan reído a carcajadas tras leer las opiniones de los sesudos eruditos mientras sus cuentas corrientes han ido aumentando ceros sin parar.
Dentro de un siglo, cuando Brown o Rowling o ninguno de los que leen este reportaje ya no se encuentren en el mundo de los vivos, es probable que nadie se acuerde de esos autores. Ni tampoco de John Grisham, Paul Auster o Ken Follet, por citar otros abanderados de los “best sellers”. Quizá se les mencione de pasada en los manuales de historia de la literatura como unos escritores que se hicieron millonarios a costa de una confusa conspiración relativa al Santo Grial y al papel de Maria Magdalena en el cristianismo, en el caso de Brown, y a las aventuras y desventuras de un joven mago ideadas por Rowling, por encima de las posibles calidades literarias de sus escritos.
ESTILO MENOS CUESTIONADO
Es probable que cuando Rowling o Brown
ya no estén en este mundo nadie se acordará de ellos
ya no estén en este mundo nadie se acordará de ellos
La indudable fuerza narrativa de Rowling, que se calcula que habrá vendido cerca de 300 millones de ejemplares hasta la fecha en todo el mundo, ha sido menos cuestionada por los grandes entendidos en literatura mientras que la novela de Brown, traducida a unos 45 idiomas y con unas ventas superiores a los 80 millones de copias –también ha sido llevada al cine-, ha sido rechazada en general debido a sus deficiencias estilísticas.
El dato documental más significativo de la autora de la saga de Harry Potter, que en la actualidad solo cuenta con 43 años, son los beneficios de 576 millones de libras esterlinas (unos 1.150 millones de dólares) que le han proporcionado las historias de su joven mago. En estos beneficios de la autora que mayor provecho pecuniario ha logrado hasta ahora a sus textos hay que incluir los derechos por versiones cinematográficas que se han hecho, y que se harán, de Harry Potter.
Los fenómenos literarios de Brown, Rowling, Grisham, Auster y Follet son un ejemplo más de las fricciones que se han dado a lo largo de la historia en el mundo editorial. Frente al rigor de los puristas que abogan por una selección más rigurosa de los títulos que se lanzan cada año por decenas de miles al mercado, aparece la riqueza paradojal de lo real, como diría el filósofo José Ortega y Gasset. Títulos de libros a los que los críticos tratan de condenar al olvido comienzan a venderse por millares para sorpresa de autores y editores.
El demandado “best seller” nace casi a la par de la invención de la imprenta por parte de Gutenberg en el siglo XV, cuando la edición se convierte en un negocio ante la posibilidad de tirar cuantas copias se quiera de un texto escrito. Los autores de éxito de aquellos tiempos conseguían no obstante sumas exiguas por la venta de sus libros más solicitados si los comparamos con los beneficios de épocas posteriores.
EL FENÓMENO DICKENS
Habría que esperar al siglo XIX, cuando se mejoran los sistemas de distribución editorial y proliferan las aperturas de librerías ante el aumento de alfabetización de ciertos sectores sociales. Por aquel entonces empiezan a surgir los primeros escritores que logran fortunas gracias a sus libros. Un ejemplo paradigmático es el inglés Charles Dickens (1812-1870), quien ha permanecido en los manuales de literatura como autor de calidad y renovador de géneros literarios.
El autor de “Cuento de Navidad” y “Oliver Twist” fue un cronista inigualable de la sociedad victoriana plasmada en su extensísima obra, gran parte de la cual ha sido llevada al cine en el siglo XX.
Sin embargo, las enciclopedias de literatura universal se han ido cimentando sobre la base de análisis críticos en ocasiones sorprendentes, que han llevado a incluir en los manuales a escritores que hoy no lee casi nadie. En esos mismos cimientos se encuentran olvidos injustos de autores de categoría, algunos de ellos afortunadamente rehabilitados tras su muerte.
Las grandes obras de Homero, Virgilio, Shakespeare, Lord Byron, Keats, Cervantes, Lope de Vega, Góngora, Fray Luis de León, Quevedo, Goethe, Rilke, Mann, Dostoievski, Tolstoi, Balzac, Baudelaire, Hugo, Proust, Flaubert, Dante, Petrarca, Bocaccio, Leopardi, Faulkner, Hemingway, García Márquez, Vargas Llosa, Borges, Cortázar, Onetti, Paz, Fuentes y de tantos miles de grandes autores, vivos o muertos, cuyos nombres permanecen en los anales históricos, se reeditan sin cesar o se incluyen en antologías debido a la demanda del mercado y a veces a fenómenos extraliterarios.
BRAD PITT Y “LA ODISEA”
Emilio Pascual, director de la española Editorial Cátedra, mostró en estos días su sorpresa a periodistas tras conocer el incremento de la tirada de la última edición de la “Odisea”, de Homero, en coincidencia con el estreno de la película “Odysseus”, protagonizada por Brad Pitt.
El mismo editor revelaba a la par el éxito editorial de “La Celestina”, de Fernando de Rojas, y “El Lazarillo de Tormes”, de autor anónimo, dos títulos de la literatura de judíos conversos del Renacimiento español que permanecen como “best sellers” clásicos a lo largo de los siglos. En la primera de las obras citadas emerge la tesis de que el castigo del amor es la muerte y que será tomada como enseña por autores que abordaron después el argumento de las relaciones pecaminosas.
Hay autores que han ganado el Premio Nobel de Literatura y se han incorporado justamente a la nómina de escritores olvidados. Un buen ejemplo es el español José de Echegaray (1832-1916), matemático y ministro, quien logró el galardón de la Academia Sueca en 1904. Dramaturgo de éxito en su tiempo, la lectura hoy de alguna sus artificiosas obras teatrales invitan a la sonrisa irónica cuando no a la carcajada.
El caso de Echegaray es un exponente de la mella que el inexorable paso del tiempo hace en textos o autores que fueron considerados vanguardistas, o muy leídos y en nuestros días resultan difíciles de digerir o no provocan las mismas emociones en los lectores. Títulos como “Les enfants terribles” (1929), de Jean Cocteau; «Los piratas de Malasia » (1896), de Emilio Salgari, o « El don apacible» (1928), de Mijail Sholojov, lograron la atención de crítica y audiencia en la época de su publicación pero en la actualidad apenas se han reeditado.
El problema afecta también a los textos puramente experimentales como el “Ulises” (1922), de James Joyce, o “Rayuela” (1963), de Julio Cortázar, que exigen al lector elevadas dosis de concentración cuando no de masoquismo para seguir el hilo narrativo. Estas obras, y otras de gran calado universal como “A la búsqueda del tiempo perdido”, de Proust, han requerido de la publicación posterior de guías escritas por exégetas que procuran ilustrar al lector sobre los personajes y situaciones que se suceden en medio de la densidad textual.
Hay autores de una sola obra que han logrado inscribirse en los anales literarios. Este fue el caso del italiano Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957), quien logró póstumamente la gloria gracias “El Gatopardo” (llevada al cine por Luchino Visconti), después de haber sido rechazado el texto por varias editoriales en vida de su creador.
El escritor checo judío Franz Kafka (1883-1924) ha sido uno de los autores más influyentes de la literatura del siglo XX, a pesar de su corta existencia y de una obra no muy extensa. Su caso también es de lo más paradójico. Al igual que le ocurrió al pintor holandés Vincent Van Gogh (1853-1890), que solo vendió un cuadro en vida y hoy se ha convertido en el artista más cotizado en los mercados internacionales de arte. El autor de “El proceso” apenas publicó en vida y cuando estaba en el lecho de muerte le pidió a su amigo y albacea literario Max Brod que quemara todos sus escritos.
Brod incumplió su palabra y permitió al mundo admirar a uno de los autores que mejor supieron reflejar la ansiedad y la alienación del hombre moderno. Kafka, que malvivió en su Praga natal con trabajos burocráticos poco estimulantes, también se hubiera carcajeado sin duda si alguien le hubiera anticipado que sus obras acabarían convirtiéndose en “best sellers” años después de su muerte.
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