Carlos Martín Briceño ®.
Cuenta un diestro cazador de historias que fue la aventura narrada por el doctor Wayne Snell, durante una visita que le hizo a este lingüista en la Amazonia, la que lo motivó a escribir su novela.
Lo describe así:
“Estaba solo con los indios machiguengas…, y advirtió, de pronto, que cundía una agitación inusitada en la comunidad. ¿Qué ocurría? ¿Por qué están todos, hombres y mujeres, chicos y viejos, tan exaltados? Le explicaron que iba a llegar el hablador… Lo invitaron a escucharlo junto con ellos. Pasó entonces la noche entera sentado en la tierra, en un claro del bosque, rodeado de todos lo machiguengas, escuchando al hablador…”
Esa novela, lo habrán descubierto, es “El hablador”. Y el cazador de historias, Mario Vargas Llosa.
Wayne Snell, de seguro, no tuvo un buen recuerdo de aquellas horas que pasó insomne, oyendo a ese viejo cuyo dialecto apenas conocía, espantándose a cachetadas los feroces zancudos del rostro, pero Vargas Llosa se dio cuenta enseguida de que Snell había tenido la fortuna de haberse encontrado, frente a frente, con las raíces de eso que esta noche nos convoca, y que algunos han dado en llamar cuento, leyenda, relato, short story, o, con más respeto, la poesía de la prosa.
No obstante las acotadas reglas que lo circundan y el desdén que abiertamente le dispensan las editoriales, el cuento sigue siendo un género cultivado profusamente en México. Su tradición se remonta al mundo prehispánico a través de esos mitos, leyendas, fábulas que la tradición oral nos ha legado, hasta llegar a Fuentes pasando por Torri, Rulfo, Arreola, Elena Garro. Buena parte de reconocidos autores mexicanos, posee en su bibliografía, al menos, un volumen de relatos.
Se ha dicho que es más fácil hacer una novela que un buen libro de cuentos, que estos últimos exigen una precisión matemática que no admite errores. Un cuento breve, bien concebido, es similar a una obra de orfebrería. El autor, cuando acierta, se transforma en hábil urdidor capaz de convertir la anécdota en arte.
Beatriz Espejo, doctora en letras, es precisamente eso, una artista, una creadora experta que se asume una Scherezada dispuesta a publicar, dicho por ella misma, únicamente aquellos textos de manufactura casi perfecta. Gracias a esa ambición se ha convertido en una distinguida referencia en la literatura mexicana. Y para honrar su trayectoria se creó en el 2001 el Premio Nacional que lleva su nombre y del cual surge el libro que hoy nos ocupa y del que he escrito algunos comentarios.
“El Espejo de Beatriz” compila las menciones honoríficas y los primeros lugares de dicho certamen. Son quince historias, de extensiones y temas diferentes, contadas, la mitad de ellas, en primera persona y el resto, a través de un narrador omnisciente. Historias de diferente textura, pero de elaborada intencionalidad, que tienen como hilo conductor, el erotismo, la infidelidad, las encrucijadas de la existencia y las frustraciones de vida. Sólo una, “Perros”, del defeño Juan Alfonso Nava Cabrera, ganador en el 2004, se aleja de estos temas, pues retrata brillantemente la enemistad entre dos escritores extranjeros avecindados en México, que nunca llegan a hablarse, pero que terminarán odiándose. Un cuento, dirán algunos, “para escritores”, que recoge la anécdota de las rivalidades entre Faulkner y Hemingway .
Los orígenes de los autores incluidos en esta antología nos revelan que ya no es indispensable haber nacido en la capital para figurar en la orografía literaria del país. La tecnología anuló las fronteras. Pero como resultaría ocioso pretender hallar una unidad temática entre ellos por el simple hecho de haber nacido en la misma geografía, acudo a la cronología para encontrar afinidades entre los antologados y comentar el libro con alguna pincelada inteligible.
Comienzo con los de mayor edad, el presbítero yucateco Raul Lugo Rodríguez, el físico Carlos Augusto Tejeda y el defeño Juan Sahagún. Los dos primeros recibieron menciones de honor por sus trabajos; el cura en el 2006 y el científico en el 2002. En cuanto a Juan, discípulo del maestro Ramírez Heredia, obtuvo el primer lugar el año pasado.
El cuento de Lugo, titulado “…Y además es puto”, es un monólogo contado con desparpajo, donde se narra un episodio de erotismo entre varones que transcurre al mismo tiempo que la matanza de Tlatelolco. Pienso que su mayor virtud radica en la frescura del tono y la vertiginosa sucesión de hechos. Por el contrario, “Luisa” del físico Tejeda, es un cuento pausado, que juega con dos voces, en un intento de acercar al lector al fantasma de la frustración.
En cuanto a “Mirar hacia atrás”, estimable como el mejor texto de la colección, no tengo duda que ha sido escrito por un narrador avezado, con oficio, pues en esta historia, que no es sino el abrupto rompimiento de una pareja, lo importante no es lo que se cuenta, sino cómo. Resulta imposible “mirar hacia atrás” una vez que la vista se ha detenido en las primeras líneas.
Sigo ahora con los autores nacidos en la década de los años sesenta, quienes, a mi parecer, han escrito varios de los textos más redondos del conjunto. Figuran aquí tres de los siete primeros lugares.
Félix García, de Morelos, fue el primero en alzarse con el premio en el 2001. Su relato, “La sustancia de los sueños”, es la remembranza de ese amor que nunca es perfecto. Seduce el ritmo, la ambigüedad, el juego de odio y amor que el protagonista dispensa a su pareja; la obnubilación del orgasmo primigenio.
Virginia Hernández Reta, ganadora del premio al siguiente año, nos ha obsequiado en su “Mañana sin cortinas” una fábula sensorial a la que no le falta ni le sobra nada. Su extensión no permite que se malgasten las palabras. Se trata del redescubrimiento de las posibilidades corpóreas en una noche sin energía eléctrica. Merecido primer lugar para esta coyoacanense.
“Préstamo para un sueño”, metáfora colocada con acierto en la ordinariés del mundo bancario, del regiomontano Pedro de Isla, obtuvo ese mismo año una mención de honor. Gracias al capitalismo voraz del nuevo siglo, el tema no pasa de moda. La poderosa capacidad de observación del autor le valdría recibir, al año siguiente, el Juan Rulfo de París.
En este grupo figura también Fidencio González Montes, con un cuento intitulado “El cocaloco”, al cual otorgaron una mención de honor en el 2005. La historia, una parodia mexicana de la lámpara de Aladino, de factura sencilla, evidencia el gusto de González por la literatura infantil. No en balde el autor ha recibido algunos premios en esta categoría.
Cierra esta quinteta, Lucía Deblock, defeña que fue reconocida con un accésit en el 2007. Ha elaborado esta creadora un cuento de largo aliento, con personajes fellinescos entrañables: un enano y una prostituta que van rodando por el mundo arrastrando sus miserias. Es un relato que avanza con un firme paso lento.
Mucho más jóvenes que el resto, a los nacidos en la década del setenta parecen interesarles otras cuestiones. Juegan con los personajes, los colocan en situaciones ridículas, incomodan, provocan sonrisas, aunque, a decir verdad, no siempre aciertan. Tayde Bautista, Eric Uribares Rangel y Juan Miguel Pérez Gómez han escrito “El abrigo de Mink”, “Santo contra los párvulos” y “P.D. Viva la familia” respectivamente. Cada uno en su estilo, ofrece una crítica social develada tras la figura de una madre clase mediera obsesionada por comprarse un abrigo para presumirlo durante la boda de su hija, un par de adolescentes encaprichados con la idea de descubrir la identidad del Enmascarado de Plata y un púber precoz que provoca un lío familiar al seducir a la tía con la que hasta el padre quiere.
Liliana V. Blum, también nació en esta década, pero a ella parece importarle más analizar eso que se ha dado en llamar “lo femenino”. Gracias a su cuento de ambiguo título, “Un tejo de bello porte o los funestos efectos que deja la lectura en las mujeres sin oficio ni beneficio”, se le concedió el primer lugar en el 2005. Texto cuidadoso, que más de un lector calificará de feminista, constituye, de alguna manera, un homenaje a la literatura negra de Agatha Christie.
Quedan, pues, por reseñar, a los más jóvenes, a los nacidos en los ochenta: Juan Alfonso Nava Cabrera, el de “Perros”, y del cual ya hemos hablado, y el veracruzano Juan Pablo Rojas Texon. Ambos fueron galardonados con el primer lugar. Nava en el 2004, Texon en el 2006. Algo que es de llamar la atención es que ambos autores cuentan con títulos universitarios. El cuento de Juan Pablo, “Hannah y Martin”, historia de amor frustrada entre Heidegger y Arendt, a primera vista, parece antiguo, pero conforme uno avanza en su lectura, entiende que esa prosa, elegante y fluida, delata un sereno amor por los lectores.
Según Beatriz Espejo, el cuento es un pedazo de vida sintetizado en unas cuantas páginas. Y ese pedazo de vida tiene que estar cargado de misterio y debe llevar adentro un concepto implícito.
La colección que hoy nos convoca, publicada en coedición por el Instituto de Cultura de Yucatán y la editorial FICTICIA, no desdice esta aseveración
Lo describe así:
“Estaba solo con los indios machiguengas…, y advirtió, de pronto, que cundía una agitación inusitada en la comunidad. ¿Qué ocurría? ¿Por qué están todos, hombres y mujeres, chicos y viejos, tan exaltados? Le explicaron que iba a llegar el hablador… Lo invitaron a escucharlo junto con ellos. Pasó entonces la noche entera sentado en la tierra, en un claro del bosque, rodeado de todos lo machiguengas, escuchando al hablador…”
Esa novela, lo habrán descubierto, es “El hablador”. Y el cazador de historias, Mario Vargas Llosa.
Wayne Snell, de seguro, no tuvo un buen recuerdo de aquellas horas que pasó insomne, oyendo a ese viejo cuyo dialecto apenas conocía, espantándose a cachetadas los feroces zancudos del rostro, pero Vargas Llosa se dio cuenta enseguida de que Snell había tenido la fortuna de haberse encontrado, frente a frente, con las raíces de eso que esta noche nos convoca, y que algunos han dado en llamar cuento, leyenda, relato, short story, o, con más respeto, la poesía de la prosa.
No obstante las acotadas reglas que lo circundan y el desdén que abiertamente le dispensan las editoriales, el cuento sigue siendo un género cultivado profusamente en México. Su tradición se remonta al mundo prehispánico a través de esos mitos, leyendas, fábulas que la tradición oral nos ha legado, hasta llegar a Fuentes pasando por Torri, Rulfo, Arreola, Elena Garro. Buena parte de reconocidos autores mexicanos, posee en su bibliografía, al menos, un volumen de relatos.
Se ha dicho que es más fácil hacer una novela que un buen libro de cuentos, que estos últimos exigen una precisión matemática que no admite errores. Un cuento breve, bien concebido, es similar a una obra de orfebrería. El autor, cuando acierta, se transforma en hábil urdidor capaz de convertir la anécdota en arte.
Beatriz Espejo, doctora en letras, es precisamente eso, una artista, una creadora experta que se asume una Scherezada dispuesta a publicar, dicho por ella misma, únicamente aquellos textos de manufactura casi perfecta. Gracias a esa ambición se ha convertido en una distinguida referencia en la literatura mexicana. Y para honrar su trayectoria se creó en el 2001 el Premio Nacional que lleva su nombre y del cual surge el libro que hoy nos ocupa y del que he escrito algunos comentarios.
“El Espejo de Beatriz” compila las menciones honoríficas y los primeros lugares de dicho certamen. Son quince historias, de extensiones y temas diferentes, contadas, la mitad de ellas, en primera persona y el resto, a través de un narrador omnisciente. Historias de diferente textura, pero de elaborada intencionalidad, que tienen como hilo conductor, el erotismo, la infidelidad, las encrucijadas de la existencia y las frustraciones de vida. Sólo una, “Perros”, del defeño Juan Alfonso Nava Cabrera, ganador en el 2004, se aleja de estos temas, pues retrata brillantemente la enemistad entre dos escritores extranjeros avecindados en México, que nunca llegan a hablarse, pero que terminarán odiándose. Un cuento, dirán algunos, “para escritores”, que recoge la anécdota de las rivalidades entre Faulkner y Hemingway .
Los orígenes de los autores incluidos en esta antología nos revelan que ya no es indispensable haber nacido en la capital para figurar en la orografía literaria del país. La tecnología anuló las fronteras. Pero como resultaría ocioso pretender hallar una unidad temática entre ellos por el simple hecho de haber nacido en la misma geografía, acudo a la cronología para encontrar afinidades entre los antologados y comentar el libro con alguna pincelada inteligible.
Comienzo con los de mayor edad, el presbítero yucateco Raul Lugo Rodríguez, el físico Carlos Augusto Tejeda y el defeño Juan Sahagún. Los dos primeros recibieron menciones de honor por sus trabajos; el cura en el 2006 y el científico en el 2002. En cuanto a Juan, discípulo del maestro Ramírez Heredia, obtuvo el primer lugar el año pasado.
El cuento de Lugo, titulado “…Y además es puto”, es un monólogo contado con desparpajo, donde se narra un episodio de erotismo entre varones que transcurre al mismo tiempo que la matanza de Tlatelolco. Pienso que su mayor virtud radica en la frescura del tono y la vertiginosa sucesión de hechos. Por el contrario, “Luisa” del físico Tejeda, es un cuento pausado, que juega con dos voces, en un intento de acercar al lector al fantasma de la frustración.
En cuanto a “Mirar hacia atrás”, estimable como el mejor texto de la colección, no tengo duda que ha sido escrito por un narrador avezado, con oficio, pues en esta historia, que no es sino el abrupto rompimiento de una pareja, lo importante no es lo que se cuenta, sino cómo. Resulta imposible “mirar hacia atrás” una vez que la vista se ha detenido en las primeras líneas.
Sigo ahora con los autores nacidos en la década de los años sesenta, quienes, a mi parecer, han escrito varios de los textos más redondos del conjunto. Figuran aquí tres de los siete primeros lugares.
Félix García, de Morelos, fue el primero en alzarse con el premio en el 2001. Su relato, “La sustancia de los sueños”, es la remembranza de ese amor que nunca es perfecto. Seduce el ritmo, la ambigüedad, el juego de odio y amor que el protagonista dispensa a su pareja; la obnubilación del orgasmo primigenio.
Virginia Hernández Reta, ganadora del premio al siguiente año, nos ha obsequiado en su “Mañana sin cortinas” una fábula sensorial a la que no le falta ni le sobra nada. Su extensión no permite que se malgasten las palabras. Se trata del redescubrimiento de las posibilidades corpóreas en una noche sin energía eléctrica. Merecido primer lugar para esta coyoacanense.
“Préstamo para un sueño”, metáfora colocada con acierto en la ordinariés del mundo bancario, del regiomontano Pedro de Isla, obtuvo ese mismo año una mención de honor. Gracias al capitalismo voraz del nuevo siglo, el tema no pasa de moda. La poderosa capacidad de observación del autor le valdría recibir, al año siguiente, el Juan Rulfo de París.
En este grupo figura también Fidencio González Montes, con un cuento intitulado “El cocaloco”, al cual otorgaron una mención de honor en el 2005. La historia, una parodia mexicana de la lámpara de Aladino, de factura sencilla, evidencia el gusto de González por la literatura infantil. No en balde el autor ha recibido algunos premios en esta categoría.
Cierra esta quinteta, Lucía Deblock, defeña que fue reconocida con un accésit en el 2007. Ha elaborado esta creadora un cuento de largo aliento, con personajes fellinescos entrañables: un enano y una prostituta que van rodando por el mundo arrastrando sus miserias. Es un relato que avanza con un firme paso lento.
Mucho más jóvenes que el resto, a los nacidos en la década del setenta parecen interesarles otras cuestiones. Juegan con los personajes, los colocan en situaciones ridículas, incomodan, provocan sonrisas, aunque, a decir verdad, no siempre aciertan. Tayde Bautista, Eric Uribares Rangel y Juan Miguel Pérez Gómez han escrito “El abrigo de Mink”, “Santo contra los párvulos” y “P.D. Viva la familia” respectivamente. Cada uno en su estilo, ofrece una crítica social develada tras la figura de una madre clase mediera obsesionada por comprarse un abrigo para presumirlo durante la boda de su hija, un par de adolescentes encaprichados con la idea de descubrir la identidad del Enmascarado de Plata y un púber precoz que provoca un lío familiar al seducir a la tía con la que hasta el padre quiere.
Liliana V. Blum, también nació en esta década, pero a ella parece importarle más analizar eso que se ha dado en llamar “lo femenino”. Gracias a su cuento de ambiguo título, “Un tejo de bello porte o los funestos efectos que deja la lectura en las mujeres sin oficio ni beneficio”, se le concedió el primer lugar en el 2005. Texto cuidadoso, que más de un lector calificará de feminista, constituye, de alguna manera, un homenaje a la literatura negra de Agatha Christie.
Quedan, pues, por reseñar, a los más jóvenes, a los nacidos en los ochenta: Juan Alfonso Nava Cabrera, el de “Perros”, y del cual ya hemos hablado, y el veracruzano Juan Pablo Rojas Texon. Ambos fueron galardonados con el primer lugar. Nava en el 2004, Texon en el 2006. Algo que es de llamar la atención es que ambos autores cuentan con títulos universitarios. El cuento de Juan Pablo, “Hannah y Martin”, historia de amor frustrada entre Heidegger y Arendt, a primera vista, parece antiguo, pero conforme uno avanza en su lectura, entiende que esa prosa, elegante y fluida, delata un sereno amor por los lectores.
Según Beatriz Espejo, el cuento es un pedazo de vida sintetizado en unas cuantas páginas. Y ese pedazo de vida tiene que estar cargado de misterio y debe llevar adentro un concepto implícito.
La colección que hoy nos convoca, publicada en coedición por el Instituto de Cultura de Yucatán y la editorial FICTICIA, no desdice esta aseveración
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